Un artículo de Àngels Martínez Castells
Una huelga de hambre pone de manifiesto los límites de la presión, lo grave de la injusticia, el agotamiento de las palabras, y la inhumana sordera e insensibilidad de los interlocutores (la empresa multinacional, en este caso) que aboca a los trabajadores a una medida que tiene tanto valor simbólico como peligro real para las personas que la llevan a cabo. Si los trabajadores no hacen huelga para dejar de trabajar, sino para poder hacerlo en mejores condiciones, la huelga de hambre es una respuesta -desesperada y casi de último recurso- a lo que se vive como amenaza a la propia supervivencia, a poder trabajar con la dignidad propia de todo ser humano.
Una huelga de hambre solidiaria significa la conciencia de la gravedad, el abismo al que nos empuja este modelo -que muere matando- sin que todavía veamos los perfiles definidos del modelo que lo ha de substituir, necesariamente.
Sabemos que el capitalismo no es eterno, pero la necesidad de alumbrar un mundo nuevo es cada vez más urgente. Por otra parte, los conflictos que provocan multinacionales como Teléfonica (o France-Telecom, por citar otra gran empresa privatizada que provocó una auténtica convulsión social en Francia), ilustran el modelo economico deshumanizado que se impone en nuestra sociedad, y van más allá de la “mundialización” para recordar más y más sus inicios esclavistas. Con su comportamiento bárbaro con las personas enfermas (que no rinden lo suficiente, alegan, cuando ellas están destrozando el planeta) ilustran la incompatibilidad de la ley del máximo beneficio con la necesaria sociabilidad y las posibilidades reales de poder ofrecer un mundo algo mejor para las futuras generaciones. Sus exigencias de psicópata, traducidas en leyes vergonzantes que las mayorías políticas aprueban sin rubor, con el hacha en la mano, chocan frontalmente con la necesaria construcción de relaciones sanas e igualitarias. Su desvarío impide compaginar con un mínimo de armonía la propia vida, las relaciones personales y el medio…
En el modo de vida que imponen, trocan las relaciones humanas entre iguales por la competencia entre compañeros, y en esa ley del más fuerte persiguen la solidaridad porque les es totalmente ajena -de hecho, enemiga- y les cuestiona desde la base… En el modelo que imponen las grandes empresas la información de los grandes medios está comprada y a su servicio (¡cómo no, si son los grandes anunciantes!) y a su alrededor sólo puede encontrar algún cobijo el que mejor finje o el más servil. Demuestran claramente que si es cierto para una realidad más global que “lo que llaman democracia, no lo es” (o NO en una medida suficiente) las grandes empresas sólo frecuentan las instituciones democráticas para intentar comprar a los políticos elegidos y las políticas que elaboran… El modelo económico de las grandes multinacionales se empeña, finalmente, en que todos seamos como aquel necio del poeta que confunde, constantemente, valor por precio: su precio, su cotización en Bolsa, sus beneficios.
Y en esta confusión, nos va la vida.
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